Antigua Roma
Mientras que las costumbres se conservaron sencillas y austeras en Roma,
en tanto que las dignidades y los empleos fueron la recompensa de los
talentos y el favor del pueblo un título para obtenerlos, los abogados
desempeñaron su profesión de la manera más honorífica y mostraron el
mayor desinterés, pero cuando los servicios prestados gratuitamente a la
patria dejaron de ser medios para adquirir los honores y las
distinciones, entonces pasaron a ser hombres mercenarios. El tribuno
Cincius
se empeñó en vano para que los abogados volviesen a ejercer su facultad
con la delicadeza y desinterés que en tiempos antiguos. Augusto
se había creído intimidarles con una pena que ellos supieron eludir y
todos sus sucesores no pudieron hacer más que coartar muy poco su
avaricia.
Claudio prohibió que pudiesen exigir más de diez sestercios por una causa. En tiempos de Plinio el Joven,
la mayor parte de los abogados vendían su ministerio y a la gloria, en
otros tiempos el único precio de un empleo tan noble, habían sustituido
un vil interés. El emperador Trajano, para contener este desorden, expidió un decreto
por el que mandaba a todos los que tuviesen pleitos que jurasen no
haber dado, prometido, ni hecho prometer cosa alguna a aquel que se
había encargado de su causa. Y terminado el pleito, solo permitía dar o
gratificar hasta la cantidad de diez mil sestercios.
En los primeros tiempos de la República romana
no había más que un solo abogado para defender una causa, así como uno
solo era el que acusaba; pero después se siguieron con más aparato y su
número regularmente era el de cuatro por cada parte. Asconius observa
que antes de la causa de Scaurus no había visto que ningún acusado
hubiese tenido más de cuatro abogados; y que este fue el primero que
tuvo hasta seis; que fueron Cicerón, Hortensio, P. Clodio, M. Marcelo, M. Calidio y M. Mesalo Niger. Añade también que este número se aumentó mucho después de las guerras civiles,
hasta el exceso de tener una persona doce abogados para defender una
sola causa. Dicho abuso parece que se cortó un tanto con la publicación
de la ley Julia que señalaba solo tres abogados al acusado en las causas de mayor importancia.
Calpurnia, según otros
Calfurnia, mujer de César, fue causa de que se prohibiese ya antiguamente el que las mujeres pudiesen presentarse en el foro
a ejercer la abogacía. Esta mujer de genio travieso habiendo perdido
una causa que ella defendía, se irritó de tal manera contra los jueces
que se levantó los vestidos en medio del tribunal e hizo una acción
impúdica en desprecio de los jueces. Otros dicen que lo que obligó a
privar que las mujeres pudiesen dedicarse a la jurisprudencia fue los
grandes gritos que daba aquella mujer sabia pero desvergonzada, con los
que aturdía a los jueces.
Antigua Grecia
Había también oradores o abogados en Grecia que se dedicaban a componer alegatos
para los que tenían necesidad de ellos, aunque esta práctica era
contraria a la disposición de las leyes, que mandaban se defendiesen las
partes a si mismas sin emplear socorros extraños. Cuando Sócrates fue llamado ante los jueces para dar cuenta de sus opiniones sobre la religión, Lisias
célebre y elegante orador ateniense le llevó un alegato que había
trabajado con el mayor esmero para persuadir a los jueces; pero
Sócrates, después de reconocer y celebrar su mérito, no quiso valerse de
él, diciendo que aquello era poco correspondiente al carácter y
fortaleza que debía manifestar un filósofo.
En el Areopago
hubo un tiempo en que no se permitió que asistiesen abogados: el reo o
las partes exponían sencillamente y sin floreos su acción.
El emperador León, en una ley publicada el año 468, mandó que en ningún tribunal pudiese ser abogado el que no fuese católico.